El gato de Botero estuvo años buscando una casa en Barcelona. En 2003, por fin, la encontró en la Rambla del Raval.

Los gatos son curiosos e independientes por naturaleza. No son capaces de permanecer quietos en un mismo sitio durante mucho tiempo—a no ser que encuentren un rincón calentito con sol. El caso es que por mucho que les guste saltar de balcón en balcón y hacer amiguitos, siempre acaban volviendo allá donde les ponen un cuenco con comida, su hogar. Al gato de Botero, símbolo del barrio del Raval, le costó 16 años encontrar su sitio. Esta es la historia de un minino gordo que aunque al principio no caía bien, acabó enterneciendo a barceloneses y turistas. Vamos, lo normal.

El gato más gordo de Barcelona es obra del escultor Fernando Botero, conocido por su predilección por lo curvy. El Ayuntamiento de Barcelona se la compró en 1987 para hacer compañía a los animales del zoo del parc de la Ciutadella. Debió bufar a más de un mono porque durante los Juegos Olímpicos del 92 lo trasladaron al estadio Olímpico Lluís Companys, en Montjüic. Ya se sabe que los gatos son seres inconformistas e impacientes, sobre todo con las visitas. Por eso pasó de ronronear a los atletas y bajó a la plaza de Blanquerna, detrás de las Drassanes Reials. El emplazamiento parecía perfecto porque podía cotillear lo que pasaba en La Rambla pero también gozar de cierta tranquilidad. Sin embargo, pronto empezó a sentirse incómodo, quizá estar cerca del agua no era lo suyo.

gato de botero
Primer plano del gato de Botero, el minino más ‘ravalero’.
Bienvenido al Raval

En el 2003 el Ayuntamiento buscaba dar personalidad a la recién creada Rambla del Raval, hoy llena de terrazas, bares y cafés. A nuestro minino le gustaban los nuevos aires de ese barrio con espíritu callejero, semejante a un tal Lavapiés del que había oído maullar a otros gatos. No lo sabe pero estuvo a punto de ser sustituido por una escultura del filipino David Medalla. La propuesta se echó atrás por la forma fálica de la obra, curioso teniendo en cuenta que dos años después se inauguraría la Torre Agbar. La cuestión es que el gato de Botero se acomodó a un lado de esta nueva calle. Ahí se ha quedado.

Hoy es objeto de interés de locales y turistas. Los primeros se lamentan de que los años pesen para el gato de Botero (ya van treinta y uno); tanto viaje y curioso tocón han hecho que pierda parte de su brillo. Los segundos le tocan el cascabel o los ovillos porque alguien les ha contado que si piden un deseo se cumple. También se hacen multitud de selfies, fotos y videos con él. Ya se sabe, gatos e internet son una apuesta segura para conseguir likes. Lo que está claro es que hace tiempo que se cansó de vagar y se ha convertido en uno de los personajes más emblemáticos del Raval.